domingo, 1 de enero de 2012

"La palabra puede curar como un fármaco"


Lluís Amiguet

El cerebro nunca es igual a sí mismo. No puedes pensar dos veces con el mismo cerebro, porque cambia con cada experiencia y a cada instante.

¿Cómo?
Las neuronas se organizan y reorganizan en redes, que la experiencia va modificando. Y esa es la más prometedora frontera de la neurociencia: la plasticidad neuronal.

¿En qué consiste?
Neurones that fire together, wire together, las neuronas que se enlazan acaban formando un cableado, un mapa, un sistema. Y ese proceso se repite modelando y remodelando nuestro cerebro continuamente.

La experiencia se hace órgano.
La experiencia modifica la sinapsis, la transferencia de información entre neuronas. Cuando usted crea una imagen, deja una huella en el cerebro, un mapa mental, y cada vez que evoca esa imagen la reactiva, pero creando otro mapa nuevo. Es la base fisiológica de la creatividad y del psicoanálisis.

Eso lo suscribiría Woody Allen.
Freud explica cómo la reasociación de imágenes en cada ocasión es el fundamento del inconsciente. La experiencia deja un recuerdo y una imagen, una huella sináptica, pero al evocar esa imagen previa siempre obtenemos otra nueva con conexiones de la anterior, pero reorganizadas de forma nueva.

La memoria es un país en el que siempre somos extranjeros.
En esa recreación mental continua está el punto de contacto entre el psicoanálisis, la creatividad y la neurología. La palabra es también una experiencia y por eso modifica la sinapsis, las conexiones neuronales que conforman, al cabo, esa red de redes que es nuestro cerebro.

Y el verbo se hace carne.
Y cura. La palabra puede curar como un fármaco. Por eso el cerebro no es un mero contenedor de capacidades como el área del habla, el cálculo, la memoria...También es una formidable máquina temporal.

¿A qué se refiere?
Hay un psicoanálisis del devenir de nuestra mente que indaga en ella hasta descifrar y darle sentido y así revela y alivia nuestros traumas. Pero también hay otro psicoanálisis que opera en el instante.

Sincrónico y diacrónico, como en la definición de lenguaje de Saussure.
El ser humano se debate entre su tendencia destructiva a la repetición y su vocación de reinventar. La repetición es destructiva, la reinvención es creativa. Por eso, Einstein dice que inventar es pensar al lado, fuera de la caja. Lo que también se llama hoy pensamiento lateral.

¿Por qué nos gusta repetir?
La repetición nos gratifica, pero al mismo tiempo ese mecanismo de gratificación en la repetición inicia uno de penalización; cualquier hábito produce placer y desplacer de modo complejo y complementario para lograr un equilibrio homeostático...

Veamos.
Nuestro cerebro incentiva y desincentiva a la vez. Por eso el ser humano es el único que puede hallar placer en el desplacer.

El primer sorbo de vino es el mejor.
Porque, al principio, cualquier adicción genera mucho placer y poco desplacer, pero al ir repitiendo la acción en busca de más gratificación obtenemos menos: la proporción de placer y desplacer se va invirtiendo.

¿Cómo?
Las adicciones, obsesiones y conductas compulsivas obedecen a ese mecanismo. Gozamos la primera dosis y paulatinamente tenemos que aumentarla ya no para obtener placer, sino sólo para evitar el desplacer...

Cada vez tomas más y gozas menos.
De forma que al final no actuamos para obtener más placer, sino sólo para no sufrir más desplacer. Es lo que le sucede al adicto: al principio aumenta las dosis para obtener más placer y después tan sólo para no sufrir el síndrome de abstinencia. Placer y desplacer son inversamente proporcionales.

Y así puede llegar a la muerte.
Freud intenta analizar el principio del placer y sus mecanismos, pero fracasa, porque descubre que el ser humano busca algo más allá del placer, algo que puede llevarlo a la muerte. Somos seres paradójicos.

¿En qué sentido?
El ser humano no busca su propio bien: desea estar sano, pero fuma; ama a su pareja, pero se va con otra... Y después vuelve a enamorarse de la siguiente pareja, pero reproduce la pesadilla... Una y otra vez...

Al hombre le cuesta desear a la que ama y amar a la que desea.
Buscamos equilibrio y por eso llegamos al desequilibrio. Y al indagar en el principio del placer, Freud descubre que persiguiendo ese equilibrio podemos llegar sin saberlo a desear la autodestrucción y la muerte.

Es el equilibrio definitivo al cabo.
La pulsión de muerte es un instinto autodestructivo, pero no sólo individual. También explica el comportamiento irracional de algunos pueblos, su agresiva psique colectiva. Y sería la última explicación de la guerra.

¿Tiene alguna?
Es el modo en que los pueblos descargan su pulsión de muerte sobre otros pueblos.

El cerebro puede ser un mal bicho.
Es una máquina de adaptarse al medio y crear un equilibrio, pero también es un instrumento para desequilibrarse, soñar, depender de una sustancia, una conducta, una relación... Es una red paradójica en múltiples sentidos.

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